La huelga ha sido un instrumento de
protesta fundamental en la historia del movimiento obrero desde los
albores de la Revolución Industrial hasta hoy mismo. En un momento en el
que se suceden las huelgas y en el que reaparecen los debates sobre la
posible regulación de las mismas y sobre las consecuencias que generan,
hacer un recorrido, aunque sea breve, sobre la historia del derecho de
huelga puede ayudarnos a tener elementos de juicio, sobre todo, al
constatar que el reconocimiento de este derecho ha sido muy reciente,
muy trabajosamente conseguido y que algunos sectores lo cuestionan de
forma más o menos solapada.
En principio, el derecho de huelga se
vincula en la historia del constitucionalismo al conjunto de derechos
que están asociados a acciones colectivas, como son los de asociación y
manifestación. Pero si los dos anteriores fueron reconocidos en casi
toda Europa ya en el siglo XIX, el de huelga tardó mucho más en hacerlo,
quizás porque era el que más ponía en cuestión los principios del
sistema capitalista y porque generaba no pocos conflictos con otros
derechos ya reconocidos. Habría que esperar a después de la Segunda
Guerra Mundial para que el derecho de huelga fuese recogido por la
Constitución francesa de 1946.
La huelga estuvo terminantemente
prohibida en España durante todo el siglo XIX, estando considerada como
delito hasta el año 1909. En los primeros decenios del siglo XIX comenzó
a plantearse la necesidad de que el Estado interviniera en los
conflictos laborales y no sólo empleando el uso de la fuerza para
zanjarlos o empleando la ley para perseguir a los huelguistas. Este
cambio se produce en un contexto general occidental donde el principio
de no injerencia estatal del liberalismo clásico comenzaba a dejar paso a
una tendencia que defendía una mayor intervención pública en el mundo
socioeconómico en casi todos sus ámbitos, impulsada por la constatación
de que el mercado no era la panacea que generaba la armonía soñada, pero
también por la presión del movimiento obrero y de la izquierda
política, así como por la posterior influencia de la experiencia
revolucionaria rusa y del ascenso del fascismo, donde el Estado terminó
adquiriendo un papel fundamental. En el caso concreto que nos ocupa, los
gobiernos europeos intentaron buscar una alternativa para evitar las
huelgas y sus consecuencias y, para ello, comenzaron a establecer
organismos con el fin de mediar y buscar acuerdos entre los patronos y
los obreros, con desigual éxito. En España, en el año 1908 una ley
dispuso la necesidad de crear comités paritarios para conciliar a las
partes en los conflictos laborales colectivos. En 1922 se crearon los
comités permanentes o temporales para la solución de este tipo de
litigios. La Dictadura de Primo de Rivera fundó la Organización
Corporativa Nacional, articulada en torno a los comités paritarios de
cada oficio, formados por un mismo número de vocales patronos y obreros.
Estos comités tenían como misión resolver pacíficamente los conflictos
mediante la negociación, además de otras atribuciones de carácter
laboral. Este sistema se basaba en el corporativismo fascista italiano
pero con una importante diferencia, ya que permitía una cierta libertad
de sindicación, por lo que el movimiento obrero ligado al socialismo
aprovechó este puente tendido desde el poder, para incorporarse al
sistema y, de ese modo, conseguir mejoras reales para los obreros, así
como para intentar despegar frente a la pujanza que hasta esos momentos
había tenido el anarcosindicalismo entre las clases trabajadoras. Aún
así, en el socialismo español se vivió un intenso debate sobre la
conveniencia de colaborar o no con la Dictadura. En contrapartida a la
institucionalización de la negociación, el Código Penal de 1928
consideraba la huelga como un delito de sedición.
En la Segunda República, Largo
Caballero, desde el ministerio de Trabajo, impulsó la reforma de las
relaciones laborales, creando los jurados mixtos, cuyos precedentes eran
los propios comités paritarios de la Dictadura. Un decreto de 7 de mayo
de 1931 estableció los jurados mixtos para arbitrar las condiciones de
contratación y vigilar las cuestiones laborales del campo. La ley de 27
de noviembre de ese mismo año extendía los jurados a la industria,
servicios y actividades profesionales. Estos jurados estaban compuestos
por vocales elegidos paritariamente por las organizaciones patronales y
obreras. Los jurados debían, como misión fundamental, mediar en los
conflictos laborales, estableciendo un dictamen de conciliación. En caso
de que este dictamen fuera rechazado por alguna de las partes, el
jurado podía remitirlo al Ministerio de Trabajo y éste al Consejo
Superior de Trabajo para buscar una solución. Por otro lado, la ley
estableció que tanto la huelga como el lockout, es decir, el
cierre patronal, eran ilegales si se realizaban contra lo dispuesto en
los acuerdos de conciliación o en los laudos arbitrales. Aún así, el
Código Penal de 1932 dejó de considerar a la huelga como un delito de
sedición.
Desde muy pronto, todavía en guerra, el
régimen franquista consideró la huelga como un grave delito. El Fuero
del Trabajo de 1938 calificaba como tal los actos individuales o
colectivos que de algún modo turbasen “la normalidad de la producción”.
El Código Penal de 1944 volvió a calificar la huelga como un delito de
sedición.
En la historia legal de la huelga en
nuestro país es capital recordar el decreto-ley de 1977 que anuló la
legislación franquista y recogió una serie de condiciones que debía
reunir una huelga para que fuera legal. Por fin, en el segundo punto
del artículo 28 de la Constitución de 1978 se reconoció el derecho de
huelga de los trabajadores para la defensa de sus intereses, apelando a
una ley cuya misión sería la regular este derecho para garantizar el
mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad, los famosos
“servicios mínimos”, cuestión que ha generado y genera no pocos
conflictos entre las autoridades y los sindicatos.
Eduardo Montagut
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